Durante el cuarto de siglo más reciente, han ocurrido en la economía mexicana tres crisis significativas. (Los años señalados enseguida no pretenden limitar rigurosamente los episodios):
Una manera de ilustrar comparativamente lo sucedido se presenta en la gráfica. En el eje vertical se mide un índice del PIB real, tomando como base (100) su nivel en el último trimestre de 1994, 2008 y 2019 respectivamente. En el eje horizontal se mide el tiempo posterior, en trimestres. Así pues, en el segundo trimestre de 2020, por ejemplo, el PIB real se situó 18% por debajo de la magnitud que tenía al final del año pasado. En la crisis inmediata anterior, la caída fue 6.5% y, en la precedente, un poco menos de 11%.
Lo apuntado es, por lo pronto, la característica más notable de la crisis en curso: su profundidad inicial. La gráfica es útil también para recordar que, en el caso de 1994-1996, el PIB real recuperó su tamaño inicial después de dos años; en el caso de 2008-2010, después de año y medio.
Es importante notar también que la crisis de 1994-1996 fue sólo mexicana, de manera que el entorno mundial favoreció la recuperación (ayudada por una fuerte depreciación del peso). En contraste, la crisis financiera- económica de 2008-2010 fue global (o casi). En dicha coyuntura adversa, el sistema bancario nacional escapó al contagio; de ahí quizá la relativa levedad del impacto sobre el PIB.
En lo que toca a la crisis en curso, la fuente extraeconómica del problema, y las dudas irresueltas de los epidemiólogos, siguen definiendo hasta hoy un horizonte particularmente incierto. Es verdad que ya hay señales de alguna mejoría en el ámbito económico mundial, que sirven para fincar un optimismo cauteloso. Pero, como dice una afamada economista (Anne Krueger): el virus decidirá cuándo reabrir de veras la economía.
La horrible pandemia que padecemos ha propiciado una abundancia de moralistas instantáneos. Su tema favorito consiste en que "la cuestión clave" de nuestro agobiado mundo es la renuencia individual a pensar en lo que es mejor para la comunidad, para el bien público, para el todo social, para el bien común.
Todos esos términos sonoros (y polémicos) tienen un atractivo casi poético, pero, ¿qué significan exactamente?; ¿quién los define? ¿Cuál es el ideal único, general, al que todos debemos aspirar? (Quién sabe). Suponiendo un inverosímil consenso universal al respecto, ¿qué ente estaría a cargo de organizar el esfuerzo para conseguirlo? El todo social que se pretende mejorar, ¿es el barrio?, ¿es la ciudad?, ¿es el estado?, ¿es la nación?, ¿es, por fin, el mundo?
El problema, se nos dice, es que cada uno se contenta con saber y querer lo que es mejor para sí. En mi opinión, dicha actitud es primordial. Un ente adulto, racional, libre y responsable puede y, debe, decidir y actuar en función de lo que juzga conveniente para su propio beneficio, el de su familia y el del grupo al que escoge pertenecer. Nada de ello implica necesariamente una conducta egoísta; lo dicho no excluye la simpatía, ni la generosidad, ni la filantropía.
"Todos es una abstracción --decía Borges-- y cada uno es verdadero".
Artículo publicado orginalmente en Reforma.