Tercero de tres artículos de la serie "Repensar la economía global: de Ricardo y Keynes al proteccionismo actual"
Donald Trump no es economista. Y, sin embargo, con un tuit o una tarifa ha logrado alterar el comercio global, desatar guerras tecnológicas y poner en duda pilares básicos del pensamiento económico liberal. Su figura obliga a plantear una pregunta incómoda:¿Puede alguien como Trump reescribir las reglas de la economía? ¿O la teoría económica existe precisamente para anticipar lo que ocurre cuando llega alguien como Trump?
En las dos entregas anteriores analizamos los eventos recientes a través de dos grandes marcos teóricos: la ventaja comparativa de David Ricardo y la teoría general de John Maynard Keynes. Ambas siguen siendo relevantes, pero el contexto ha cambiado. El mundo de hoy enfrenta desafíos que sus modelos no imaginaron: cambio climático, inteligencia artificial, migración masiva, desigualdad territorial y fragmentación política. ¿Estamos ante simples extensiones de teorías existentes, o ante un cambio de paradigma?
Ricardo y la reindustrialización
Ricardo sostenía que si cada país se especializa en lo que produce con menor costo relativo y comercia con otros, todos ganan. Durante años, este modelo justificó la desindustrialización de los países ricos, que migraron hacia servicios y activos intangibles. La mejora ambiental que acompañó ese proceso —aparente validación de la Curva Ambiental de Kuznets— fue en realidad el resultado de trasladar a países emergentes la producción más contaminante.
El economista Danny Quah describió este fenómeno como la weightless economy: economías más “livianas” porque su PIB se componía de software, datos, marcas y patentes. Se pensaba que el futuro estaba en Silicon Valley, no en Detroit.
Hoy, esa narrativa se revierte. Las tensiones en las cadenas de suministro, la electrificación del transporte y la competencia geopolítica han devuelto protagonismo a sectores industriales. La industria automotriz, que parecía obsoleta frente a modelos de movilidad como servicio, ha vuelto como símbolo de soberanía tecnológica. Ya no basta con importar coches eléctricos: se busca controlar la fabricación de baterías, semiconductores y plataformas digitales.
Ricardo no se equivocó. Pero su modelo fue diseñado para un mundo de equilibrio, no para uno donde la ventaja comparativa se redefine en términos de control estratégico. Producir localmente a mayor costo ya no es una ineficiencia: es una inversión en autonomía.
Keynes y la fragmentación interna
Keynes argumentaba que los déficits comerciales reflejan desequilibrios internos: cuando un país gasta más de lo que produce, importa la diferencia. Pero esta lógica partía de la idea de que los países eran unidades relativamente cohesionadas.
Hoy, esa cohesión está en duda. Como ha documentado Andrés Rodríguez-Pose de LSE, muchas regiones han quedado rezagadas del crecimiento global, atrapadas en ciclos de decadencia económica. Estas “regiones que no importan”, alimentan la polarización y el rechazo a los acuerdos comerciales o la inmigración. En este entorno, estimular la demanda agregada ya no basta: se necesita reconstruir vínculos territoriales y atender los desequilibrios entre regiones ganadoras y perdedoras.
La migración agudiza este fenómeno. En teoría, liberalizar el movimiento de personas tendría efectos similares a liberalizar bienes y capitales. Pero la migración sigue siendo la forma más regulada y políticamente sensible del intercambio global. Aunque puede mejorar la eficiencia económica, en la práctica genera tensiones identitarias y conflictos locales, sobre todo en comunidades que ya se sienten abandonadas por el sistema.
Al igual que el comercio, la migración produce ganadores y perdedores. Pero sus efectos son más inmediatos, más visibles, y mucho más emocionales.
El reto de la inteligencia artificial
Ni Ricardo ni Keynes imaginaron una función de producción dominada por algoritmos. Ambos modelos asumen que el valor se genera combinando capital y trabajo. Pero hoy, plataformas de inteligencia artificial pueden reemplazar tareas cognitivas complejas y escalar soluciones globales sin fábricas ni empleados.
El insumo clave ya no es el trabajo humano, sino los datos, la infraestructura digital y el dominio de sistemas tecnológicos. Como sostienen Daron Acemoglu y Simon Johnson en Poder y progreso, la tecnología no es neutra: su impacto depende de quién la controla y cómo se distribuyen sus beneficios.
Adaptar los modelos clásicos a este nuevo entorno no es imposible, pero requiere incorporar el poder como una variable central del análisis económico.
¿Extensión o ruptura?
Ricardo y Keynes siguen siendo referentes ineludibles. No porque ofrezcan respuestas definitivas, sino porque aún ayudan a hacer las preguntas correctas. Pero el mundo de hoy —fragmentado, desigual y digitalizado— no cabe ya cómodamente en sus ecuaciones.
La disyuntiva no es ideológica, sino metodológica: ¿basta con extender los modelos existentes, o necesitamos empezar de nuevo?
Quizás no sea necesario un quiebre total. Las grandes teorías económicas no se desechan: se adaptan, se enriquecen, se discuten. Pero si el comercio ya no se basa en eficiencia sino en resiliencia, si los déficits no reflejan gasto sino desequilibrios estructurales, si la tecnología concentra el valor y desplaza el empleo, entonces sí podríamos estar ante el inicio de un nuevo paradigma económico.
Trump no reescribió la teoría económica. Pero su irrupción la puso a prueba. Y esa prueba continúa.
Artículo publicado originalmente en El Universal.