Los primeros grandes estudios sobre productividad comenzaron en la Primera Guerra Mundial, cuando se medía el desempeño de los trabajadores en las fábricas de armamento. Desde entonces se identificó que hasta las 50 horas de trabajo semanales había una correlación clara entre tiempo trabajado y productividad, pero también que a partir de la hora 51 la productividad disminuía y se colapsaba por allá de la 64. En adelante, quedó claro que los horarios extraordinariamente largos no generan una productividad extraordinaria.
Pero algunas industrias se resisten a esta realidad porque toda gran verdad tiene márgenes de negociación. En algunas de las firmas más competitivas, que atraen no solo a la gente más brillante, sino también la de mayor entereza física --como son las de banca y consultoría--, los jóvenes ponen de 70 a 100 horas de trabajo a la semana, y si bien aparentemente alcanzan un aceptable nivel de creatividad y productividad, está bien documentado que a partir del cuarto año empiezan a sufrir fatiga extrema. Al cabo de entre cuatro y siete años, muchos de estos talentos terminan migrando, exhaustos, a otras organizaciones e industrias, con achaques, menos pelo y sobrepeso, pero habiendo ganado prestigio, herramientas y --a menudo-- una distinguida maestría. Por dura que sea, esta etapa suele ser vista como una inversión.
Primero, los hábitos son pegajosos. Esta persona suele trasladar la ética de la ultraproductividad a la nueva organización y, al volverse jefe, la sigue celebrando: “En [inserte nombre de la firma anterior aquí] todos trabajábamos hasta la 1am diario...”.
En segundo lugar, existe la autoselección. Hay personas simplemente más competitivas y más físicamente y mentalmente capaces de trabajar largas horas, como también más temerosas de la pérdida de estatus --real o imaginaria-- si se trabajara, o lograra, menos. Organizaciones con fama de ser un anfiteatro de gladiadores atraen a... aspirantes a gladiador. Esa cultura se perpetúa.
Tercero, somos seres autojustificativos. En retrospectiva, no es fácil aceptar que tanto trabajo quizás fue una exageración. Somos excelentes para mentirnos a nosotros mismos; por eso cuando alguien por fin compra algo, su satisfacción con esa decisión se eleva al instante.
Cuarto, somos reacios a la pérdida. Nos azoramos imaginando una caída en nuestro estatus social y económico (la social es la que más espanta) si trabajamos menos y subestimamos nuestra capacidad de adaptación hedónica, es decir, que nuestros niveles de felicidad son, a largo plazo, aburridamente constantes.
No todas las organizaciones son arenas de gladiadores. Sin embargo, aun entre aquellas que han adoptado políticas laborales más flexibles y que, al menos en discurso, exhortan a los colaboradores a procurar un mejor equilibrio vida/trabajo, muchos no hacen caso. Una cultura competitiva, el shaming por los colegas si se opta por no responder correos después de las 7pm o creer que quien no es ascendido es despedido son factores que torpedean el llamado a la “calidad de vida”. Máxime si el jefe tampoco predica con el ejemplo.
Al margen de los ‘beneficios’ reales e imaginarios de la ultraproductividad, el trabajo evita que nos cuestionemos sobre lo que hacemos con nuestras vidas: el para qué de nuestro breve tiempo en este mundo. Es decir, el trabajo nos ahorra ansiedad. Pero si esos hábitos son practicados por muchos a nuestro alrededor, el ritual adquiere no solo un poder paliativo tremendo (el confort de la multitud), sino también una naturaleza de enjaulamiento: sea vuelve aún más difícil romper con lo que tanta gente hace y cree.
Al final, es posible que tanto los ganadores como los perdedores del discurso de la ultraproductividad estemos igual de engañados. Mucha de la gente más exitosa que conozco no es mucho más feliz que gente que gana menos o tiene una menor jerarquía en el trabajo, pero o les parece ingrato renegar de su estatus privilegiado o no se permiten aceptar que tanto esfuerzo a lo largo de los años fue una exageración. Como si cuando Dorothy por fin conociera al Mago de Oz y descubriera la realidad, optara por no revelar a nadie la pantomima. Después de todo, el camino ha sido larguísimo.
Artículo publicado originalmente en Expansión.