Persisten muchos mitos en torno a la riqueza y su relación con la felicidad que afectan no solo nuestras vidas y decisiones profesionales, sino también al liderazgo en las organizaciones. En su mayoría, giran en torno a la creencia de que el dinero nos resuelve la vida.
Ya desde los años setenta el economista David Easterlin encontró que la felicidad de los estadounidenses aumentaba con el ingreso, pero solo hasta los 75,000 dólares anuales. Su hallazgo fue siendo repetido en otros países, y luego la U.S. Bureau of Labor Statistics identificó que por encima de los 100,000 dólares anuales las personas no solamente no reportaban ser más felices, sino que incluso experimentaban un menor sentido de propósito.
Y es que nadie realmente sabe cómo sentirse con respecto a su ingreso si no tiene contra qué o quién compararlo. En una especie de carrera armamentista, basamos la satisfacción con nuestro ingreso en cómo contrasta con lo que gana y posee nuestro círculo social. Tu automóvil último modelo disminuye la satisfacción que derivo del mío de tres años atrás. Ser por fin propietario de mi casa reduce la felicidad que mis amigos obtienen de vivir en sus departamentos rentados.
En la búsqueda de la felicidad, no es éste un problema menor. El consumo conspicuo destruye el valor subjetivo del patrimonio de los demás. Y aún si la persona “gana”, lo que hace a continuación -en una historia sin final feliz- es ajustar al alza el grupo contra el cual se compara.
Si no le ponemos un freno, nuestra psicología competitiva se las arregla para hacernos miserables. Pero nuestras decisiones vocacionales -alentadas, de nuevo, por la creencia de que dinero equivale a felicidad- tampoco ayudan. Las profesiones mejor pagadas –negocios, finanzas, ingenierías, derecho, programación– no son donde la gente reporta ser más feliz. Éstas son más bien la enseñanza, investigación, las artes, medicina, enfermería, psicología o ser bombero.
Con esto no digo que debamos todos ir a apagar incendios o dar terapia, sino apreciar lo que las profesiones más felices comparten: un sentido de propósito.
Veamos ahora otras creencias. ¿Ser jefe -con su alto salario y status- ayuda a ser feliz? Tampoco: los CEOs y altos directivos no son estadísticamente más felices que sus asistentes. Aquí mucho parece tener que ver con, sí, la falta de propósito, pero también una situación que aqueja a muchos directivos: el exceso de horas de trabajo. En efecto, la OCDE ha hallado que la gente más feliz es aquella que trabaja de 20 a 30 horas a la semana, y que por encima de las 40 horas el bienestar cae.
El dinero, más allá de una cantidad razonable, no produce felicidad ni un sentido de propósito. Para colmo, un estudio longitudinal publicado en 2016, realizado por un grupo internacional de académicos, halló que el dinero -y el éxito- más bien parecían perseguir a quienes entregaban su vida profesional a una misión.
¿Cómo no ver una similitud con las organizaciones?
En el contexto del COVID-19 y la sequía económica, el propósito de las organizaciones cobra una importancia vital. Solo con una conexión fuerte con el “por qué” de la empresa -más allá de hacer dinero- podemos reinventarnos. Los mejores líderes lo saben y ayudan a sus colaboradores a conectar con esa misión también.
Hay que cambiar el discurso actual sobre el dinero y la felicidad, pues a nadie ayuda. El tema no es renunciar al dinero ni soltar la vida empresarial, que bien entendida es maravillosa. La lección es que debemos privilegiar el sentido de propósito en nuestras vidas, empresas y comunidades, confiando en que el éxito viene como consecuencia y no al revés; soltar la falsa creencia de que el dinero (más allá de un nivel razonable), la jerarquía o ser la persona más afluente de nuestro círculo serán la solución a nuestros problemas; y echar por tierra la superstición de que más horas de trabajo son siempre deseables.
Es un llamado a dejar atrás el “pensamiento mágico” sobre el dinero y la felicidad que nos limita en nuestras vidas y organizaciones.
Artículo publicado en Expansión.