En un gobierno, en una empresa, un equipo deportivo, una familia o en cualquier institución la característica esencial y definitoria de un liderazgo ético es que hace mejor a cada una de las personas que conforman el equipo, incluyendo al líder. Además, beneficia a la institución, ayudándola a cumplir su misión y redundando a su vez en beneficio para la sociedad.
El liderazgo ético está orientado al bien personal y a un bien común. Es el único liderazgo que vale la pena ejercer y apoyar, el único que nos conviene, al margen de lo que digan la moral, las tendencias o las modas.
Es un error pensar que lo esencial en un buen liderazgo es que sea efectivo, que dé resultados; y que todo lo demás es ingenuidad, idealismo trasnochado o moralina.
En política, en negocios y lamentablemente también en las familias sobran ejemplos de liderazgos efectivos—sumamente dañinos para quien lo ejerce y para quien lo padece como subordinado o como parte de la institución o la sociedad donde tiene impacto ese liderazgo.
Alguien que da resultados al margen de la ética —al margen de si los objetivos buscados son buenos o malos y del modo de tratar a las personas para alcanzarlos— es un operador, no un líder genuino.
Mafias y organizaciones que actúan en la clandestinidad persiguiendo fines ilegítimos e ilegales tienen operadores en ocasiones muy eficientes. Que la palabra se haya vuelto común en el lenguaje político de México es un síntoma más de los malestares que aquejan a nuestra democracia.
Un operador que logra tejer una red de operadores subordinados a él, y que logra enquistarse en alguna jerarquía institucional y disponer de los recursos de una institución, se convierte de simple operador en líder…en un líder tirano, no un líder ético.
Más allá de lo que digan, de cómo se presenten ante los demás, incluso de cómo se vean a sí mismos, el operador y el líder tirano persiguen bienes excluyentes: bienes que, de alcanzarse, no se pueden compartir. Bienes como el enriquecimiento individual, los placeres excesivos, el poder como dominación y la fama, esa hermanastra frívola y a la vez perversa de la honra.
A operadores y tiranos el beneficio de los subordinados, de la institución y de la sociedad les tiene sin cuidado. El beneficio, por ejemplo, de la empresa y sus actores claves —accionistas, colaboradores, clientes proveedores— será buscado por un líder tirano solo en la medida en que le ayude a alcanzar los bienes excluyentes anhelados. Se tratará de un beneficio accidental, que puede o no acompañar la búsqueda de un ideal pervertido de éxito egoísta, que se persigue a costa de los demás, principalmente a costa de los subordinados; no gracias a ellos. Este “éxito” implica la degradación y paulatina corrupción de los subordinados y, muchas veces, el atropello de personas, instituciones y leyes.
Por eso el líder tirano se rodea de ingenuos entusiastas (“idiotas útiles”), numerosos oportunistas, aduladores y sicofantes (denunciantes pagados para calumniar)
El líder tirano manipula y persuade a través del miedo y las amenazas; o seduce a través del carisma y de las dádivas. La lealtad que cultiva es hacia su figura; no es fidelidad al proyecto ni a la empresa.
Por el contrario, un liderazgo ético convoca y entusiasma con la riqueza y la ambición del proyecto; con la posibilidad de crecer como persona, de crecer en la institución. Nos ofrece la oportunidad de ser mejores, hacer el bien y ganar dinero dignamente.
El liderazgo ético exige con el ejemplo y convence con la humildad de reconocer que necesita y pide nuestra participación para llegar a cabo una empresa noble. Permite la continuidad en el tiempo porque está comprometido con el desarrollo de las personas y la realización del proyecto; y no con el culto a la personalidad del líder y la satisfacción de sus caprichos. No necesita la luz veleidosa y siempre pálida de la fama; pero tampoco las sombras que operadores y tiranos requieren para disimular sus malas y vergonzosas acciones.
Un líder tirano solo podrá tener empleados o cómplices, jamás colaboradores ni socios; tendrá seguidores, pero nunca compañeros, mucho menos amigos.
Artículo publicado originalmente en Alto Nivel.