Aunque parece inofensivo, el desperdicio de comida es altamente contaminante. Un simple plátano tirado a la basura genera emisiones de gases contaminantes que dañan el ambiente como lo haría el humo de un camión o de una fábrica, o la tan denostada industria de fast fashion.
El desperdicio de comida ocurre por diferentes motivos a lo largo de la cadena de suministros: desde la producción –por ejemplo, porque una cosecha no cumple con estándares de sanidad para el consumo humano— y el transporte –porque al trasladar los alimentos se aplastaron, reventaron o echaron a perder—, hasta la ejecución comercial –en el supermercado se pudrió la fruta o la carne— y el consumo final –el consumidor tira el alimento porque no se consumió, sobró o sencillamente ya no quiso comerlo.
Curiosamente, a nivel consumidor es donde se genera la mayor cantidad de desperdicio, representando aproximadamente un 30% de lo comprado según la investigación, es decir, 3 de cada 10 pesos gastados en comida se acaban convirtiendo en basura. Parece exagerado, pero si el consumidor reflexiona sobre sus comidas de unos días atrás –el pedazo de pan o de tortilla que dejó en el plato; el tomate, plátano, fresas o uvas que se echaron a perder; las sobras de sopa, pasta, carne o pizza; la comida olvidada en un traste el refrigerador; o los pequeños sorbos de café, leche o jugo dejados en el vaso y que terminan vertidos en el fregadero o los restos en el plato del restaurante... Ya no parece tan descabellado, ¿cierto?
Ahora bien, ¿qué tiene que ver este tema con negocios? Tiene todo que ver. México afortunadamente es un país de abundancia agrícola y ganadera, por lo que tenemos acceso a una amplia variedad de productos a precios bajos comparado con otros países que, debido a sus condiciones geográficas, importan buena parte de lo que consumen. Sin embargo, la ley de oferta y demanda también aplica, por lo que desperdiciar menos comida podría aumentar su disponibilidad para más personas, a nivel sistémico bajar los precios y también lograría reducir su impacto ambiental.
El desperdicio de comida, además, está asociado al exceso de compra y a una planeación mejorable por parte de los consumidores, con la ironía añadida de que en otros estratos socioeconómicos hay escasez de comida e inseguridad alimentaria. No se trata de la diferencia entre países primermundistas versus países en vías de desarrollo. En mayor o menor medida, en todos los países existe inseguridad alimentaria, que podría verse de cierta manera solventada con un consumo más racional por parte de la población que tiene el privilegio de poder comprar lo que quiere y decide consumir.
La compra de alimentos funciona con la lógica de cualquier otro modelo de inventarios en el que combinamos frecuencia y cantidad. Dicho coloquialmente: tú decides si vas una vez por mes a comprar tu despensa y compras mucho para poder cubrir tus necesidades ese mes, o si vas una vez a la semana y compras menos porque tu frecuencia te permite comprar para menos días. No hay una decisión mejor que otra, sólo hay decisiones óptimas y, en este caso, lo óptimo es reducir el desperdicio de comida.
¿Qué podemos hacer como sociedad? Primero que nada: concientizar. El punto de partida es que nos demos cuenta del desperdicio que generamos a nivel individual: ¿Con qué tipo de alimentos generamos más desperdicios? ¿Cuándo ocurre, entre semana o en fin de semana? ¿Dónde ocurre más frecuentemente, cuando cocinamos en casa, pedimos en delivery o en restaurantes?
La tarea como consumidores es tomar acción. Empezar por planear nuestras compras: no en función de lo que “queremos” o “se nos antoja” tener en la alacena, sino en tanto responde a la planeación de nuestras comidas de la semana o la quincena. Un segundo punto implica tomar la decisión correcta entre frecuencia y cantidad: hay productos que sí podemos comprar en grandes cantidades para almacenar por largos periodos –enlatados, congelados, leguminosas—, pero hay otros que requieren una mayor frecuencia de compra –frutas y verduras—. Podemos balancear entre ambos, es decir, usar los productos frescos cuando están disponibles, pero tener productos comodín que nos sacan de apuros, como congelados o enlatados, cuya probabilidad de que caduquen es más baja. Y ante todo se trata de que como consumidores digamos “¡no!” al desperdicio de comida.
La autora es profesora de Marketing Digital de EGADE Business School del Tecnológico de Monterrey.
Artículo publicado originalmente en Expansión.