Infinito crepúsculo escarlata y gris

Artículo publicado en la sección Riesgo y Valor del periódico Reforma.

Armados tan sólo con Spotify, nos habremos enrejado por casi dos años, seguros de que hubiese en la alacena suficiente pan y catsup, para continuar la diaria brega a rastras y a solas, doce horas frente a una pantalla, sin saber ni cuándo ni cómo saldríamos de nuevo al calor del sol, entre el calor de un gentío.

Contrasta empero con la clase media y su escaso armamento, el nulo para la clase pobre: sin pantalla ni pan ni casi nada. Al menos 100 millones han migrado de una clase a otra en este mismo año y otros 400 más quizás se añadan para el 2023, retrocediendo diez años en la lucha contra la pobreza.

Escuchamos siempre de todo lo bueno que le sigue a los desastres, pero un economista una vez escribió: "Nadie acribilla a pedradas un edificio de cristal, por la actividad económica que traerá su reemplazo". Las crisis destruyen valor, empleos, activos, vidas humanas y planes en marcha y pueden pasar años en regresar al punto de partida y décadas para alcanzar la trayectoria en vuelo.

En este punto, ignoramos aún como quedarán acomodadas todas las piezas que se movieron con la pandemia del Coronavirus del 2020, pero sabemos que las piezas afectadas fueron muchas y que desconocemos aún del paradero de muchas más, que ahora son invisibles.

Las más resentidas entre todas, son las tocantes a la actividad humana, las vidas de las personas comunes y sus relaciones con las demás personas. Un cambio tan drástico y repentino en la manera de actuar y de expresarse, de acercarse y alejar, de enfadarse y conciliar, de venderse y de comprar. Apretarle la mano mirando a los ojos y sonriendo, abrazar a los amigos y besar en la mejilla a los viejos y a los bebés en la familia, disfrutar de los silencios mientras recuerdas las cosas en común, mientras perdonas, mientras pides perdón. En suma, todo filios, el amor fraterno.

¿Que quedará en el ser humano después de toda la reclusión y muerte? Es imposible calcular. Pero en experimentos reales, como en los prisioneros o los náufragos, se sabe que la soledad y el aislamiento afectan a la mente y al comportamiento post trauma. Ya algunas ciudades de Europa reportan que la gente se ha vuelto adusta si no huraña.

¿Qué tal si nos queda por años un apartamiento del toque humano, por disciplina, temor o desconfianza? Podría también la gente acostumbrarse por comodidad a no salir tanto, ya pasada la necesidad, pues a fin de cuentas el ejercicio y el entretenimiento son más prácticos y baratos en casa. Todo esto no es más que un escalón adicional hacia una cultura de auto-centrismo y auto-dependencia, que venía gestándose desde hace décadas en los países ricos, pero ahora es obligado y todas las herramientas que son necesarias para facilitarlo, se han apurado también en llegar.

El ambiente laboral ha sido trastocado con rudeza: en el temor del desempleo y la exigencia de ser eficientes y productivos, se incrementa gravemente el estrés lo cual, a su vez, podría causar lo contrario. Más reuniones por día, robóticas e intensas, sin los espacios que dan respiro como el entrañable "radiopasillo" o el "chitchat" previo y posterior. Como todo lo que se dice es siempre a la audiencia en pleno, tendemos a decir menos. La monotonía produce déficit de atención, agotamiento mental, abandono y ansiedad.

Es entonces el humano, el riesgo más grande que la economía post-pandemia enfrentará. A nivel empresa, deberemos sobrecompensar en el trato a los empleados, al ofrecer herramientas de capacitación, altruismo, reconexión y recreo, extendiendo a propósito la suntuosidad de las reuniones en persona, para ayudar a que ese elemento sane tanto en lo personal, como en lo comunitario. El estigma que hay en cuanto a las enfermedades mentales deberá levantarse, ofreciendo asesoría a los afectados y a todo el plantel en general, en seminarios dedicados a ello.

En lo familiar, deberemos aprender de nuevo a buscar el toque humano y a estar con los demás y en lo personal, lo más importante será el dar gracias a la vida y al Cielo, por una larga lista de lo que tenemos, y poner de nuevo la mirada más allá de este crepúsculo gris, donde el Sol se ve completo.

Artículo publicado originalmente en Reforma.

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