La versión moderna del Producto Interno Bruto (PIB) es un invento estadístico estimulado por la Segunda Guerra Mundial. Como indica su nombre, pretende ser la medida de lo que se produce (P) dentro de los límites de una geografía determinada (I), sin deducciones (B). La motivación inicial de los gobiernos (Inglaterra, Estados Unidos) para elaborar y refinar el indicador, fue calcular los recursos económicos disponibles para un conflicto bélico. Los pioneros en el tema siempre aclararon que el número en cuestión no pretendía medir el bienestar de la población. (Diane Coyle, GDP, A Brief but Affectionate History).
Computar el PIB es una tarea difícil, aun en economías simples. En las complejas economías avanzadas actuales, se trata de un trabajo técnico muy especializado, el cual realizan instituciones establecidas para el caso (v.gr., INEGI, en México).
Cualquier libro de economía introductorio describe las limitaciones del PIB. La más importante de ellas es que el PIB no incluye el valor de las actividades realizadas en el hogar, a pesar de su significación indudable. Tampoco contabiliza (directamente) el deterioro del ambiente. Además, por sí sólo, nada "dice" sobre la distribución de lo producido entre los miembros de la sociedad. Esas y otras deficiencias son de sobra conocidas por los analistas, y han sido objeto de debates durante muchas décadas.
Seguramente por ello, en 2008 el gobierno francés creó una Comisión para la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social. La Comisión estaba integrada por una verdadera constelación de astros intelectuales, incluyendo cinco miembros ganadores del Premio Nobel de Economía. En 2009, la Comisión reportó sus resultados. Como era de esperarse, el estudio reiteró los defectos del PIB, pero, sensatamente, no planteó su eliminación. ¿Qué recomendó?: enfatizar la evolución del consumo, además de la trayectoria de la producción; prestar más atención a la calidad de la vida; destacar en ella la relevancia de la distribución del ingreso y de la riqueza; construir indicadores de la sustentabilidad del crecimiento económico; tratar de medir las actividades efectuadas fuera de los mercados; incluir en el examen indicadores subjetivos; etc.
Años después, un estudioso declaró, confiadamente, que las alternativas del PIB estaban "a la vuelta de la esquina". Sin embargo, añadió que era deseable abandonar la idea de que sería posible encontrar una medición única del bienestar.
Y así ha sido. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNDP), por ejemplo, elabora para cada país un Índice de Desarrollo Humano (IDH), que incluye tres componentes promediados: 1.-la esperanza de vida al nacer (un indicador de la salud de la población); 2.-el nivel educativo (un indicador de las capacidades de los individuos); y, 3.-el PIB real por habitante (el indicador estándar de la situación material). Como se observa en la gráfica, en México el IDH ha crecido de manera muy clara a lo largo de los pasados treinta años. Al examinar la línea roja, se nota un estancamiento en 1995 y en 2009 --años más o menos correspondientes a dos recesiones económicas--. La evolución del IDH provee sin duda información relevante. No obstante, conviene notar lo lógico: el IDH es más alto, en general, en aquellos países donde el PIB por habitante también es más alto.
Por su parte, la OCDE construye y publica un Better Life Index, que se integra con once (!) elementos distintos, argumentando que en la vida hay más que "los números fríos del PIB". (¿Fríos?: dadas las discusiones que genera, el PIB es un tema bastante caliente). Otras instituciones se ocupan de construir índices etéreos de "la felicidad", supongo que al menos como esperanza.
Al presente, dice una especialista en la materia, estamos en medio de una niebla estadística. "El PIB, con todos su defectos, es una luz brillante en la bruma".
Publicado originalmente en Reforma.