En Estados Unidos, la Oficina de Estadísticas del Trabajo (Bureau of Labor Statistics) publica regularmente varios índices que miden el desempleo. Los indicadores se preparan en base a una encuesta mensual que cubre 60,000 hogares. El más común de ellos, que se reporta oficialmente, es el número de personas que están desempleadas y que han buscado trabajo sin encontrarlo, durante las cuatro semanas previas a la encuesta. La cifra se expresa como porcentaje de la fuerza de trabajo, y se denomina U3, en la terminología del BLS. Si, a partir de U3, se consideran además las personas que tienen empleos precarios; las que están trabajando tiempo parcial, pero quieren ampliarlo; y, aquellas desocupadas que desean trabajar pero que, desalentadas, ya no buscan empleo, se llega a lo que el BLS llama U6. La gráfica presenta la trayectoria de esos dos cálculos, de enero 2007 a julio 2020.
La ilustración muestra el giro brusco que ocasionó el COVID-19: U3 subió hasta casi 15%, y U6 hasta cerca de 23%. El inicio de la apertura económica redujo lógicamente ambos indicadores. No hay nada milagroso en ello: decisiones gubernamentales causaron un alza abrupta; relajarlas permiten ahora una baja pronunciada. Como quiera, los números están muy lejos de su nivel original. The Wall Street Journal ha calificado el evento como "desastroso", con razón.
En México, el INEGI calcula y publica diversas medidas del desempleo. La gráfica muestra dos de ellas que me parecen relevantes. La primera es la estándar, y es similar a la U3 mencionada. La otra se denomina tasa de subocupación. El INEGI la define como "el porcentaje de la población ocupada que tiene la necesidad y disponibilidad de ofrecer más tiempo de trabajo de lo que su ocupación actual le permite".
Ambas mediciones crecieron con la erupción de la pandemia y con el cierre gubernamental de la actividad económica, pero la segunda subió abruptamente. Esta última es mucho mejor índice de lo que ha sucedido. Su trayectoria "dice" que muchas personas no perdieron del todo su empleo, pero que, para todo fin práctico, su desocupación está disfrazada. En el mismo tenor de cosas, entre marzo y julio, el número de trabajadores registrados en el IMSS disminuyó en un poco más de 987,000. Es difícil exagerar la significación económica y social negativa de lo ocurrido.
Un personaje influyente, cuyo nombre prefiero omitir (y luego pretendo olvidar), ha dicho hace poco, en un artículo periodístico, que hace bien el Gobierno Federal en gastar el dinero del Estado en los pobres. La afirmación es poco afortunada, al menos en tres sentidos. Primero, no hay tal cosa como "el dinero del Estado": lo que el gobierno reparte entre la población (burócratas incluidos), lo obtuvo para empezar de los particulares que lo produjeron; no hay otra fuente regular de recursos para el fisco. Segundo, el gobierno ha gastado "en los pobres" mucho menos de lo que ha destinado a unos cuantos proyectos de "inversión" de más que dudosa conveniencia económica, y al agujero negro de Pemex. Y, tercero, las transferencias en cuestión no van a sacar de la pobreza a los receptores; si acaso, aliviarán temporalmente una penuria agravada por las circunstancias --y por las propias políticas públicas, viejas y nuevas--. Va un ejemplo: el malogrado sistema educativo nacional, ahora en vías de una regresión.
Artículo publicado originalmente en Reforma.