Nuestro país ha sido privilegiado con la magnitud y diversidad de capital natural que posee. Actualmente México ocupa el cuarto lugar en riqueza ambiental y dentro de su espacio geográfico alberga al 10% de especies conocidas a nivel mundial, 5 diferentes ecosistemas, 9 tipos de hábitats y 51 ecorregiones convirtiéndolo en un país megadiverso (CONABIO, 2017). Sin embargo, existe una tasa creciente de especies en amenaza o en peligro de extinción, así como erosión de tierras y pérdidas de hábitats enteros. La aceleración precipitada se debe, entre otras razones, a la contaminación y cambio climático cuyas posibles causas están directamente relacionadas con el crecimiento poblacional y económico del país. De aquí surge la pregunta: ¿Pueden conciliarse los intereses económicos con la conservación del medio ambiente y los recursos que de ella emanen?
La respuesta no es sencilla, dado que es un tema multifactorial. Sin embargo, se podría analizar su importancia bajo dos temáticas generales: ingresos tangibles y su conservación. Los beneficios esperados que los recursos naturales proporcionan a economías emergentes como la mexicana, en donde el 11% de la población nacional depende del sector primario, formado por actividades agrícolas, ganaderas, forestales, caza y pesca, representan el 3% del PIB (PNUD, 2018).
El Producto Interno Bruto ajustado Ambientalmente (PINE), que captura el valor económico del impacto del medioambiente y los recursos naturales derivados de las actividades económicas, representa el 78.5% del PIB y en el último año ha mantenido un crecimiento constante.
Estos datos demuestran el beneficio económico de la explotación de recursos naturales en pro del crecimiento del país. Sin embargo, el agotamiento acelerado de los mismos y la inversión en programas de protección ambiental han generado un desacoplamiento entre la economía y el deterioro ambiental. Solamente en el 2017 los Costos Totales por Agotamiento y Degradación Ambiental (CTADA) ascendieron a 947,662 millones de pesos mientras que los Gastos de Protección Ambiental (GPA) en ese mismo año, únicamente alcanzaron los 124,449 millones de pesos. Esto significa que existe un déficit ambiental de 823,213 millones de pesos y que la inversión mínima necesaria para evitar el daño ecológico debe de ser de por lo menos 7.61 veces más para seguir conservando los beneficios esperados a largo plazo.
Bajo estas perspectivas, la necesidad de proteger y evitar la degradación de recursos ambientales debido a su creciente escasez ha impulsado la creación de herramientas y vehículos financieros que, a través de políticas públicas, educación ambiental y el involucramiento del sector privado, han generado nuevas formas de negocios denominados verdes o inclusive soluciones innovadoras de financiamiento para la conservación ambiental. Esto genera nuevas oportunidades de negocio en donde el objetivo financiero no decrece, sino se complementa y trasciende creando una cadena de valor sostenible. En México destacan iniciativas, con el respaldo de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales SEMARNAT y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente PNUMA, para la creación de mercados ambientales. Entre ellos el Índice Sustentable de la Bolsa Mexicana de Valores y el Mercado de Carbono, ambos con el objetivo de tener un mercado real que incentive proyectos ambientales y la reducción de emisiones contaminantes (BMV, 2019).
Desde su fecha de lanzamiento en el 2011, el IPC sustentable ha tenido un rendimiento anualizado a 10 años del 13.09% aproximadamente (BMV, 2019) y está conformado por 29 empresas que representan carteras de inversión en sostenibilidad. Para comparar, el riesgo anualizado por el mismo periodo es de 15.24% y su desempeño basado en el rendimiento histórico se ha duplicado en comparación con el IPC general. Aunque su capitalización de mercado es menor, las principales emisoras que integran el índice representan el 77.5% de los componentes principales en diferentes sectores industriales como financiero, comunicaciones, industrial y de servicios. Por otra parte, el mercado de bonos sustentables no se ha quedado atrás y desde la incorporación de México al Protocolo de Kioto en 1997 ha generado perspectivas de crecimiento interesantes.
El mercado de carbono en México ocupa el cuarto lugar desde el 2008 y su arquitectura establece objetivos cuantificados de reducción de emisiones (CEPAL, 2018). El mecanismo económico surge al obtener ingresos generados por un intercambio de créditos de carbono llamados Certificados de Emisiones Reducidas (CER). Estos certificados son destinados a proyectos cuyo objetivo es la reducción de gases de efecto invernadero. Si una empresa emite un millón de tCO2e, puede neutralizar sus emisiones protegiendo un bosque que absorba ese millón de tCO2e, o financiar el desarrollo de energías limpias y eficientes con una reducción equivalente. El mecanismo es igual al de una bolsa de valores tradicional: la oferta y demanda coinciden en el mercado, solo que, en lugar de intercambiar un bien o servicio, se intercambian permisos de emisión.
El cambio climático y los retos de la globalización están cuestionando los esquemas actuales para manejar el crecimiento económico que, sin duda, tiene aristas sociales, políticos y geográficos, que se deben de considerar. La conciliación entre el crecimiento económico y el medioambiente es un tema que existe, y los beneficios macroeconómicos provenientes de la explotación de nuestros recursos naturales son tangibles y representativos para México. El punto medio representa la protección de esos activos naturales a través de la participación del gobierno y sociedad. Es decir, crear mecanismos para generar inversiones sostenibles que garanticen el bienestar que como derecho constitucional tenemos los mexicanos.