Como lo documenta Jared Diamond en su libro Colapso, desde que nuestros ancestros prehistóricos se establecieron en comunidades, los seres humanos han procurado administrar sus recursos comunes: agua, bosques, pesca, tierras agrícolas y ganado. Las prácticas que desarrollaron, si bien tuvieron éxito a corto plazo, destruyeron los recursos de los que dependían a largo plazo. Tampoco lograron construir instituciones que les permitieran adaptarse a los cambios naturales y sus gobernantes y élites extrajeron para sí mismos una gran parte de los excedentes que generaban sus economías, socavando la legitimidad de la que dependía su orden social.
En la actualidad, no estamos exentos de los desafíos que enfrentaron nuestros antepasados, pero vivimos en un planeta interconectado donde los problemas locales se vuelven rápidamente globales. Como reza el poema de John Dunne (1624), “ningún hombre es una isla”.
Desde el comienzo de la era industrial en el s. XVIII, se ha buscado reconciliar el interés público y el privado. Hay quienes creen que el propio sistema de mercado y la empresa privada automáticamente crean soluciones, por lo que deberíamos dar rienda suelta a la destrucción creativa y la innovación que hicieron que el capitalismo tuviera éxito. Sin embargo, este capitalismo no aborda el problema de los free riders (aprovechados) que se benefician de las acciones de otros, pero no contribuyen en nada (o peor aún, se aprovechan de las acciones de sus rivales en nombre del bien público). Después de décadas de esfuerzo, hay poca evidencia estadística de progreso en términos de sostenibilidad, reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, protección de la biodiversidad o descenso de la desigualdad.
Otros pensadores argumentan que se necesita una regulación gubernamental para abordar la relación entre los intereses públicos y privados que el sistema de mercado por sí solo no puede regular. Los gobiernos deben proteger el interés social y permitir a la vez que las empresas persigan sus intereses privados. Pero asumen que los gobiernos tienen buenas intenciones, tienen acceso a toda la información y actúan como guardianes del interés social. Desafortunadamente, no es así.
La autorregulación de la industria es otra corriente de pensamiento. Elinor Ostrom, premio Nobel de economía en 2009, demostró que la “tragedia de los comunes” es una extensión del juego del dilema del prisionero. Al igual que los prisioneros, los individuos que actúan en su interés privado alcanzan soluciones en su interés privado que destruyen su interés común. Ostrom se mostró escéptica con respecto a las soluciones gubernamentales por estar demasiado alejadas del problema y por ser potencialmente corruptas. En cambio, abogó por soluciones de acción colectiva. Sin embargo, en la práctica, la autorregulación empresarial ha demostrado ser ineficaz, ya que las empresas han sido incapaces de ponerse de acuerdo para medir su desempeño e incentivar buenas prácticas (o sancionar su falta).
Los problemas que enfrentamos hoy son existenciales, pero distantes. El impacto de la inacción se resentirá primero en las naciones islas y entre los pobres del mundo, quienes no tienen voz en las decisiones de hoy, y entre las especies no humanas. Las élites globales de hoy tienen una mayor capacidad de efectuar cambios, pero son ajenas a las consecuencias de no hacerlo. Sin embargo, sus hijos y nietos se verán afectados.
En nuestro desorden mundial, es poco probable que encontremos una única solución. Siempre hay un “no, pero…”, nos hemos centrado en por qué las soluciones no funcionarán. En cambio, necesitamos decir “sí, y…” innovar y crear negocios más sostenibles, encontrar la voluntad política para insistir en regulaciones sólidas y bien diseñadas y fomentar una autorregulación eficaz de la industria.
Debemos rescatar el capitalismo de quienes se enfocan exclusivamente en los accionistas y quienes influyen en las decisiones de hoy. El capitalismo debe dar cuenta de las necesidades de quienes no tienen voz, las comunidades marginadas, las generaciones futuras y las especies no humanas con las que compartimos nuestro planeta. Necesitamos volver al concepto original de Adam Smith como capitalismo como fuente de bienestar humano basado en su concepto sobre la “empatía por nuestros semejantes”. Muchos de estos conceptos se encuentran en la encíclica Laudato Si, del Papa Francisco, donde reconoce que vivimos en un mundo interconectado que incluye a todas las poblaciones humanas y también a las especies no humanas.
El autor es profesor de cátedra de EGADE Business School y presidente de The Lexington Group.
Artículo publicado originalmente en Forbes México.