He leído con interés -y con preocupación- varios artículos sobre los "retos" económicos que enfrentará el gobierno federal a partir de 2025. De hecho, para decirlo con claridad, los retos en cuestión consisten en los irresueltos problemas heredados de la administración actual.
El principal "reto" es conocido de sobra: el raquitismo del crecimiento económico. En suma, su consecuencia ha sido deplorable: este año, el ingreso por habitante, ajustado por la inflación, será casi igual que el observado en 2018. En tales términos generales, no habrá mejoría en el bienestar material de la población. ¿Por qué ocurrió así?
En parte, desde luego, por el impacto negativo del Covid-19, pero también por el conjunto inapropiado de políticas públicas adoptadas para contrarrestarlo. Esto ha sido documentado en forma abundante, y no voy a insistir en ello.
Además, la lentitud del crecimiento fue consecuencia de la formación de un ambiente de negocios caracterizado por la incertidumbre sobre "las reglas del juego" económico, la inseguridad personal y patrimonial, la impunidad y la corrupción. En una frase: por la fragilidad del Estado de Derecho. Para corroborar todo esto, basta con consultar tanto las opiniones expresadas internamente por medio de las encuestas de opinión especializadas, como los índices elaborados por instituciones internacionales. No se necesita mucho más para preparar una verdadera agenda de soluciones.
De hecho, el problema no es nuevo, pero se ha agravado en los últimos años. Se acepta generalmente que la inversión es "el motor del crecimiento" y resulta que ha tenido una trayectoria debilucha durante la década más reciente. Esto se ilustra en la gráfica que acompaña a este texto.
De ella, pueden desprenderse varias observaciones: 1.- La mayor parte de la formación de capital (por mucho) la hace el sector privado; 2.- La proporción que representa la inversión privada en el PIB no ha crecido, salvo por el aumento registrado durante 2023, asociado a la expectativa de un auge del nearshoring -el problema es que el "auge" en cuestión sigue ausente en las estadísticas oficiales referentes a la IED-; 3.- La importancia relativa de la inversión pública pasó de 4.6% del PIB en 2014, a sólo 2.2% en 2022; es cierto que ha crecido después, pero hay razones de peso para dudar de su eventual productividad. (Gráfico)
Sobre la inversión pública, caben quizás dos apuntes más: 1.- Está programada para disminuir en 2025, con la intención de reducir el desequilibrio fiscal, y 2.- No cuenta con recursos adecuados, porque en la administración presupuestaria se han privilegiado los destinados al "gasto social" -el aumento del cual, dicho sea de paso, no está respaldado con las fuentes de "fondeo" necesarias-.
Para tener una idea de la magnitud de esto último, vale recordar que las llamadas "transferencias corrientes de desarrollo social", en términos del PIB, son más grandes (5.2%) que la recaudación del IVA, expresada en los mismos términos (4.3%).
Con las decisiones ya tomadas en cuanto a la expansión de los "gastos sociales", el gobierno se ha colocado motu proprio en una situación a la que lo ha llevado la lógica de los incentivos políticos: en una democracia, lo popular es gastar, no gravar. Y ahora encara un dilema de corte shakespeareano: "To tax or not to tax, that is the question".
Pero, de nueva cuenta, no hay que ir muy lejos para definir lo que conviene hacer. Lo he apuntado aquí muchas veces: racionalizar y depurar el gasto público, antes de cargar a la ciudadanía con más impuestos.
Siguiendo con el tema de la inversión, no he notado entre los "retos" comúnmente mencionados el más importante de ellos en el largo plazo: el deterioro de la educación, lo que equivale a decir, de la formación de capital humano. Sin embargo, está claro que la instrucción elemental precisa de una reforma fundamental. El proceso sería largo y difícil y sus resultados tomarían muchos años en mostrarse. ¿Por qué no es tema de discusión actual? Porque el horizonte de planeación de los políticos es desafortunadamente muy corto. Cuestión de incentivos.
El autor es profesor de Economía de EGADE Business School.
Artículo publicado originalmente en Reforma.