Cumplí 81 años el pasado mes de diciembre y soy, estadísticamente, uno de "los viejos de la aldea". A mi edad, me debería ser fácil instalarme en la quietud. Pero "no se me da bien". Tengo el hábito del movimiento.
Creo que fue allá por la parte inicial de la década de los setenta, del siglo XX, cuando publiqué mi primer artículo en El Norte. Más de cincuenta años opinando sobre cuestiones económicas son quizás demasiados. Un tiempo tan largo se explica sólo por la paciencia del periódico y por la generosidad de mis lectores. Muy agradecido. No tengo intención de parar.
He incurrido sin duda en muchas repeticiones, y eso podría ser un motivo grave de incomodidad profesional. Sin embargo, me reconforta un hecho evidente: la realidad y sus actores principales tienen la deplorable costumbre de repetirse aún más. Y no para bien.
¿Qué hay de nuevo, por ejemplo, en los aranceles de Trump? Nada. Son una reedición económicamente absurda y errática del Mercantilismo del siglo XVIII. Y tienen el mismo fundamento político de aquel entonces: aumentar el poder geopolítico del Estado Nacional. Antes de Trump, en todas partes del mundo, han recurrido a fórmulas similares. Así pues, resultó inevitable que los economistas —yours truly incluido— nos ocupáramos reiteradamente de denunciar los previsibles efectos negativos de la política en cuestión, como lo han hecho en circunstancias parecidas muchas generaciones antes. El desenlace no se puede anticipar todavía, porque las tasas de los aranceles, los productos afectados y las economías "blanco" cambian todos los días (o casi). Pero, otra vez, no será bueno para el consumidor.
En México, durante el sexenio pasado, el gobierno federal gastó grandes cantidades de recursos en obras cuya rentabilidad económica y social no se evaluó, pero que a simple vista era más que dudosa. ¿Representaron alguna novedad en la historia patria? Ninguna. Lo mismo hicieron, una y otra vez, muchos gobiernos previos. Por tanto, era lógico que los analistas echáramos mano de los antecedentes para concluir lo consabido: esto ya lo vimos, y ya probamos que no funciona. (Y así fue). Reiterar la advertencia era necesario, aunque pecara de tedioso.
Controlar oficialmente el precio de la gasolina (que incluye un impuesto significativo); arroparlo como una concertación con los expendedores, tampoco es una muestra de capacidad de innovación. El precio en cuestión está por encima del vigente en Estados Unidos, y se ajustaría a la baja si se dejara libre la importación del combustible. Los economistas no pudimos hacer otra cosa que anticipar que la medida encarecería el uso directo e indirecto del producto, distorsionaría la toma de decisiones tanto de consumidores como de productores, y propiciaría el contrabando y la corrupción. Las consecuencias negativas de una intervención gubernamental en los mercados se saben al menos desde el año 301, cuando el Emperador Diocleciano intentó combatir la inflación mediante un decreto draconiano que, por supuesto, fracasó.
En 2020, para hacer frente al choque económico de la pandemia, el gobierno de Estados Unidos aumentó abruptamente el gasto público y, con ello, el déficit fiscal y la deuda. Trató luego, con timidez, de corregir sus efectos negativos. Este año D. Trump está proponiendo un derroche masivo, provocando, entre otras cosas, un debilitamiento del dólar. En 2024, el gobierno mexicano aceleró sus erogaciones con el fin de dar término a sus proyectos favoritos; el resultado fue un alza notable y preocupante de su déficit. Ahora, está recortando partidas de gasto importantes (inversión, educación), para intentar "normalizar" el desequilibrio. So, what else is new?
En fin... parafraseando un poema de León Felipe ("¡Qué Pena!"):
¿Quién lee unas páginas de la Historia y no las cierra al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?
El autor es profesor de Economía de EGADE Business School.
Artículo publicado originalmente en Reforma.