Todo uso de recursos públicos es, por necesidad, un asunto político. Así pues, no es de extrañar que la reforma fiscal de Donald Trump —Beautiful Bill, según su republicano proponente— haya originado un intenso debate. Además, técnicamente, el tema es muy complejo.
Por ejemplo, el gobierno estima que su déficit presupuestal no aumentará significativamente, porque las reducciones de impuestos que plantea se compensarán con una contracción del gasto público y con la recaudación atribuible a los nuevos aranceles. Por el contrario, los críticos arguyen que el poder legislativo —dominado por los republicanos— aprobará el alivio de la carga tributaria, pero no podrá bajar las erogaciones. El resultado entonces sería un alza del desequilibrio presupuestal. Si esto último fuera el caso, la consecuencia lógica sería un aumento de la deuda pública, ya de por sí elevada.
En una nota reciente, Lawrence Summers (LS), un prestigiado economista, ex secretario del Tesoro, ex presidente de Harvard, y abiertamente demócrata, usó una serie de adjetivos tremendos para calificar la propuesta de Trump —la cual, por cierto, todavía se debate—. El plan, sentenció LS, no es ni “grande” ni “hermoso”; es (sic) “una receta para un declive mortífero y peligroso [...] es un mal consejo y es imprudente; cometeremos un error muy grave si continuamos en el curso fiscal en el que estamos [...] si se permite que las deudas aumenten [...] estaremos incrementando nuestra vulnerabilidad”.
Con franqueza, me parece que cuando menos uno de los adjetivos empleados por LS —mortífero— está partidariamente cargado. En todo caso, ¿tienen alguna base sus fúnebres preocupaciones?
Para apreciar adecuadamente el problema, conviene echar una ojeada a lo sucedido durante el cuarto de siglo más reciente. La Gráfica 1 muestra la trayectoria fluctuante del déficit del sector público a partir del año 2000 (la cifra correspondiente a 2025 es una estimación oficial). La ilustración sugiere al menos tres observaciones relevantes:
La tendencia general ha sido al aumento del desequilibrio.
El déficit creció mucho en dos ocasiones (2009 y 2020): en ambos casos, debido a una explosión del gasto público cuya intención (keynesiana) fue aliviar la recesión originada, respectivamente, por la crisis financiera y por la pandemia.
Nótese que en el primer episodio el déficit llegó a 10% y en el segundo a 15% (en números redondos).
Ahora bien, la Oficina Presupuestal del Congreso (Congressional Budget Office) estima que este año el déficit será 6.3% del PIB. La cifra, aunque significativa, está muy lejos de los “abismos” señalados con flechas en la Gráfica 1. Vale notar que el efecto del plan de Trump sobre el déficit se acentuaría en los próximos años. Así pues, a la luz de los datos históricos, se explica quizás la inquietud de LS, pero no su tremendismo.
En cuanto al curso de la deuda pública, quizá baste con decir que su tamaño relativo (en términos del PIB) se ha multiplicado por tres (!) en el período examinado, tal como se presenta en la Gráfica 2. (Para el caso, usé los datos de la deuda en poder del público). Los “brincos” más notables coinciden en el tiempo, por supuesto, con los años caracterizados por el ascenso del déficit: si el gobierno gasta más de lo que recibe, la diferencia se cubre con endeudamiento. Y los pasivos tienen costos y límites: la carga de los intereses y la confianza de los acreedores. Tal es el núcleo del problema. En ello se fincan las dudas sobre la continuidad del papel del dólar como moneda internacional.
En 1977, en un libro que publicó junto con Richard Wagner, James Buchanan advirtió sobre los riesgos del “endeudamiento irresponsable” (Democracy in Deficit). Buchanan atribuyó el proceso a la influencia de Keynes en las ideas de los economistas… en la conducta de los políticos. Ganó el Premio Nobel en 1986. Predicó en el desierto.
El autor es profesor de Economía de EGADE Business School.
Artículo publicado originalmente en Reforma.