En 1999, un prestigiado economista francés, Jean-Jacques Laffont, presentó al Conseil d' Analyse Économique un informe sobre los pasos apropiados para llegar a un Estado moderno.
El Conseil consideró que el informe era una blasfemia. ¿Qué decía? Según el relato de Jean Tirole: "Que los políticos y los altos funcionarios reaccionan a los incentivos igual que los directivos de las empresas, los asalariados, los desempleados, los intelectuales o... los economistas". En otras palabras, Laffont estaba simplemente refrendando una idea estándar en la literatura política y económica, y sus consecuencias prácticas: "La posibilidad de que el Estado se vea cautivo de intereses particulares en detrimento del interés colectivo y que, en un sistema democrático, la preocupación por ser elegido o reelegido prime sobre otras preocupaciones..." (Tomé las citas del estupendo libro publicado por Tirole en 2017, La Economía del Bien Común. Tirole ganó el Premio Nobel en 2014).
El episodio anterior viene a cuento como ampliación y aclaración de un aspecto que comenté la semana pasada en estas páginas.
Es muy fácil señalar las distintas formas en que se manifiestan "las fallas del mercado". También es relativamente sencillo poner de manifiesto los sesgos, los prejuicios, incluso las manías, que influyen en las decisiones de los agentes económicos privados. Ello sirve para que todo tipo de analistas proponga la intervención del Estado en la economía. Así hacen en nuestra época, por ejemplo, P. Krugman, J. Stiglitz, y... M. Mazzucato. Intelectuales (creo) bien intencionados, pero cuyas ideas prestan base a las acciones de innumerables "reformadores sociales" en la arena política. Al llegar a ese punto, cobran relevancia primordial las prevenciones de Laffont.
Es cierto que los mercados pueden presentar fallas significativas. Las más comunes han sido identificadas y estudiadas extensamente por los economistas, tales como "monopolio natural", "información imperfecta", "externalidades", "bienes públicos", "poder de mercado", etc. No voy a abundar en esos temas técnicos. No quiero que el lector me abandone.
La cuestión central, sin embargo, consiste en cómo corregirlas, suponiendo en principio que son importantes. El problema es que, con demasiada frecuencia, la "solución" adoptada con ligereza es una intervención gubernamental. Ello, sin siquiera haber evaluado rigurosamente la cuantía de la falla alegada y sin haber probado la eficacia de la medida pretendidamente correctiva.
Gracias a la obra de economistas como J. Buchanan (Premio Nobel 1986) y G. Tullock -para citar a dos prominentes pioneros de una corriente intelectual formidable (Public Choice Theory)-, ahora es perfectamente razonable adoptar una postura cautelosa, incluso escéptica, sobre las bondades de la acción gubernamental. ¿Por qué?
Porque, interpretando la preocupación básica de Laffont, los políticos y los burócratas no son entes puros, ni omnisapientes. Vaya, no son ángeles, como dicen con sorna McCloskey y Mingardi. Como a todos nosotros, los mueve primero que nada el interés propio. Tienen, como todos nosotros, miras estrechas, inflexibilidades, dogmas, ignorancias, y agendas personales. Desde luego que hay altruistas entre ellos, pero no son la norma, como en cualquier ámbito humano.
Y entonces, pueden surgir las consabidas "fallas del gobierno": el cortoplacismo, el clientelismo, la captura regulatoria, la búsqueda de rentas, la corrupción, el nepotismo, etc. El resultado puede ser una ineficiencia incluso superior a la ineficiencia inicial que se quería corregir.
Va un ejemplo que parece teórico. Una actividad controlada por un monopolio privado resulta en una menor producción y en un mayor precio que en condiciones de competencia. Si el monopolio en cuestión se sustituye por un monopolio gubernamental, la situación puede mejorar en beneficio del consumidor... excepto si la determinación del precio lo aleja del óptimo; el sindicato rigidiza la operación; la burocracia obstaculiza la entrada de nuevos oferentes; desaparece el estímulo a innovar; la entidad genera pérdidas que traslada a los contribuyentes vía fiscal, y, sobre todo, la empresa se transforma en un feudo de poder económico y político. Adiós al bien común.
Moraleja: En políticas públicas, se necesitan menos ilusiones y más realismo.
El autor es profesor de Economía de EGADE, Business School.
Artículo publicado originalmente en Reforma.