La infausta crisis originada por el Covid-19 ha dado lugar a la proliferación de opiniones apocalípticas sobre el futuro de todo: se dice que la sobrevivencia misma de la humanidad está en peligro; que el modelo económico ha colapsado; que la pobreza y la desigualdad -que ya habían crecido desmesuradamente- se acentuarán; que la democracia se extinguirá como forma de gobierno; que la gente sacrificará la libertad en aras de la seguridad; etc.
De inicio, es importante poner en claro algunas características del pasado reciente. Digan lo que digan los pesimistas, el mundo ha mejorado en muchos aspectos: la expectativa de vida ha aumentado; la mortalidad infantil ha disminuido; el analfabetismo ha caído; la libertad se ha extendido; y, quizá lo más importante, la pobreza mundial extrema, que incluía al 40% de la población en 1980, se redujo a sólo 10% tres y media décadas después (World Bank).
Es cierto también, desde luego, que millones de seres humanos viven todavía en condiciones deplorables; que la democracia en muchas latitudes es una aspiración; que la desigualdad en la distribución del ingreso ha crecido; y, que el cambio climático presenta riesgos formidables. Y ahora, nos azota el Covid-19. El propio Banco Mundial estima que el virus, y las secuelas que ha inducido, se traducirán en un aumento de entre 40 y 60 millones de pobres extremos. Este amplísimo rango es explicable, considerando la incertidumbre reinante.
Así están las cosas. ¿Y qué con ello? En lugar de jeremiadas, es tiempo de reconocer que sí, que, "como a todos los hombres, (nos) tocó vivir en tiempos difíciles" -según decía Borges, con optimismo trágico-.
Sin duda, hay respuestas más o menos firmes para los retos que enfrentamos. La ciencia ofrece algunas de ellas. Otras, surgen de la enorme capacidad innovadora individual, cuando se libera. Otras más, consisten en políticas públicas eficientes (o, quizá debería decir, menos torpes). Sin embargo, las trascendentes de veras están en el terreno de la filosofía moral.
Aquí, conviene recordar la lección que nos dejan unos versos sabios de T.S. Eliot, un poeta, ensayista y crítico social estadounidense. Dicen así: "¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?"
En efecto, tenemos información como nunca en la historia de la humanidad. Y tenemos conocimientos que exceden por mucho a los de nuestros antepasados. Pero ¿dónde está la sabiduría?
La sabiduría, dice la Biblia, consiste en la prudencia inteligente.
En mi opinión, eso es exactamente lo que escasea en nuestro mundo y en nuestro México: prudencia inteligente. Se ha procedido en muchas ocasiones sin medir las consecuencias de lo hecho, y sin considerar las alternativas racionales. Los ejemplos de ello abundan, aquí y afuera.
La ocurrencia típica consiste en eliminar una institución que funciona, aunque sea imperfectamente (como todo lo humano); y, acto seguido, sustituirla con un ente del cual no se ha evaluado la capacidad operativa, ni se han cuantificado sus efectos potenciales.
Se trata de un costoso caso recurrente de "impaciencia irreflexiva". (La frase es de Ignacio Walker, en Democracia en América Latina, un ensayo publicado en Foreign Affairs, en 2006).
Hace no mucho, Enrique Krauze dijo lo que todos sabemos (con algunas excepciones notables, al parecer): "la economía requiere un motor que la mantenga viva... la empresa". (Enemigos imaginarios, El Norte). Así es. El citado Walker, quien fue ministro de relaciones exteriores de Chile, señalaba hace quince años la existencia de un "neopopulismo", caracterizado por "cierta responsabilidad fiscal", pero lastrado por "su énfasis unilateral en la distribución de la riqueza... (que) amenaza con matar la gallina de los huevos de oro". Walker podría haber escrito la frase ayer, agregando algún detalle local.
Artículo publicado originalmente en Reforma.