La división geográfica y política de la península coreana en dos países ocurrió entre 1945 y 1953. Corea del Norte adoptó un sistema político-económico comunista. Corea del Sur siguió un esquema fundamentalmente capitalista. Casi setenta años después, las diferencias entre ambas naciones constituyen un ejemplo extremo de las consecuencias atribuibles a dos formas distintas de organización social.
En cuanto al nivel económico, las cifras disponibles son más que elocuentes: el PIB real por persona en Corea del Sur es cerca de 43,000 dólares (World Bank); el de Corea del Norte no llega a los 2,000 (CIA). En la realidad, los datos (siempre cuestionables) casi sobran: resulta "palpable" que Corea del Sur es ahora un integrante del mundo desarrollado, mientras que Corea del Norte es uno de los países más pobres del planeta --además de caracterizarse por un régimen político represivo--. La explicación de fondo consiste en un aspecto clave: la economía funciona en el Sur mediante la persuasión (el mercado), y en el Norte por medio de la coerción (la burocracia).
Lo apuntado es apenas una faceta de un fenómeno más amplio. A lo largo de los últimos 250 años, un sistema económico basado en la propiedad privada y en la libertad de los mercados --esto es, el capitalismo-- ha producido una prosperidad material sin paralelo en la historia mundial. Esta mejoría espectacular --que D. McCloskey llama "El Gran Enriquecimiento", E. Phelps "El Florecimiento Masivo" y A. Deaton "El Gran Escape"-- ha sido acompañada, como era de esperarse, de un aumento extraordinario en la esperanza de vida al nacer; de una baja de la mortalidad infantil; de un incremento de la movilidad social; de una reducción de la pobreza extrema; y, en fin, de toda suerte de indicadores del bienestar de la población. Al mismo tiempo, y no por casualidad, ha ocurrido una expansión de la libertad individual en todos los órdenes. Esos son los hechos, y pueden constatarse en muchas y muy variadas fuentes de información.
El problema del capitalismo, dice con aplomo sorprendente un sociólogo en un libro reciente, no es que no funcione, sino que funciona muy bien --pero generando, agrega, una grave desigualdad del ingreso y de la riqueza--. Considerando que el autor se autodenomina marxista en su juventud y socialdemócrata al presente, la frase es muy elogiosa, aunque sea sólo una verdad a medias.
El tema de la desigualdad es muy complejo, pero al respecto conviene notar que, en general, las economías que podemos llamar de mercado, que son las de más alto ingreso per cápita, presentan índices de desigualdad (Gini) más bajos que las economías en donde el mercado tiene menos significación. Más aún: "La (desigual) distribución mundial del ingreso se ha reducido, conforme gente antes pobre se ha movido del fondo hacia algo como la mitad". (A, Deaton, Premio Nobel 2015, Thinking About Inequality).
En la teoría y en la práctica contemporáneas, la receta básica para logar el desarrollo económico tiene los siguientes ingredientes: 1.- una definición clara y un respeto riguroso de los derechos de propiedad; 2.- un sistema imparcial de resolución de disputas; 3.- una carga regulatoria y tributaria "razonable"; y, 4.- una cultura propicia a la innovación, que es la esencia de la actividad empresarial. Esto último ha sido enfatizado con razón por distintos analistas.
En 1775 Adam Smith planteó con elegancia la misma fórmula: "Para llevar a un Estado al más alto grado de opulencia, partiendo de la barbarie más baja, se necesita apenas algo más que paz, impuestos moderados y una administración tolerable de la justicia; todo lo demás lo traerá consigo el curso natural de las cosas". En el modelo de Smith, la última parte de la frase quiere decir simplemente la operación de los mercados. "No hay nada nuevo bajo el sol" (Eclesiastés).
No se necesita mucha perspicacia para notar que las condiciones mencionadas están ausentes total o parcialmente en México. En consecuencia, es difícil ser muy optimista sobre el futuro económico del país.
Artículo publicado originalmente en Reforma.