Recientemente, la inflación en Argentina superó el 52%, una de las más elevadas del mundo. En América Latina, dicha cifra es inferior sólo a la correspondiente a Venezuela --un deplorable caso de enfermedad económica terminal--.
El problema no es nuevo. La inflación explotó en Argentina en 2002, a raíz del fracaso estrepitoso de un incongruente esquema económico que fijó el valor del peso en paridad con el dólar, pero no lo sustentó en las debidas políticas fiscal y monetaria. De entonces a la fecha, la inflación ha sido alta y variable, y en ascenso pronunciado desde 2014.
Argentina tiene la lamentable distinción de ser uno de los países de la región latinoamericana que ha sufrido de hiperinflación. En 1989, el alza general de los precios superó 3,000%. No hubo misterio alguno en ello: el gobierno gastó desordenadamente; el déficit fiscal aumentó; el banco central adquirió parte de la enorme deuda pública imprimiendo dinero; y, el resto es historia.
Crónica aparte, frente al problema inflacionario actual, la administración del presidente de Argentina, Alberto Fernández, decidió imponer un control oficial sobre los precios de más de 1,400 bienes. La medida no es casual, ni es solamente económica: se acerca un proceso electoral.
De inmediato, la reacción de los empresarios fue negativa. El control, han dicho, esconderá artificialmente la manifestación de la inflación, pero provocará desabasto y mercados ilegales. [Esto es lo predecible desde la época del emperador romano Diocleciano (año 301). Fue un gobernante propenso al gasto público excesivo y deficitario, financiado mediante la desvalorización mañosa del denario, con la consecuente inflación. Mediante un edicto, Diocleciano fijó el precio máximo de 1,000 bienes, con penas muy severas para los infractores. Aun así, no funcionó, y fue revocado].
Según algunas encuestas, la opinión pública argentina ha visto el asunto con escepticismo. Es lógico, los controles de precios han formado parte del arsenal económico de prácticamente todos los gobiernos argentinos "modernos", y siempre han fracasado.
Quién sabe desde cuándo, los economistas (serios) han escrito innumerables críticas (sesudas, devastadoras) al control oficial de los precios. Insisten en hacerlo, aunque estoy seguro de que tienen conciencia de que la tarea es interminable, y quizás inútil. (La frase resultó un remedo burdo, involuntario, de un párrafo espléndido de J.L. Borges, en Funes el memorioso). Por razones políticas, los gobiernos recurren a los controles siempre que sus torpezas fiscales y monetarias se traducen en fenómenos negativos, como la inflación. De paso, agrandan su poder sobre la sociedad.
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Cada vez que ocurre una crisis económica, casi sin excepción, los gobiernos en turno culpan de lo sucedido a sus predecesores y a actores externos. Uno de los favoritos entre estos últimos es el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Hace unos días, fiel a la tradición, Alberto Fernández criticó abiertamente a la administración de su antecesor, Mauricio Macri y, de paso, al FMI. El contexto es que Argentina está involucrada en un proceso de renegociación de una cuantiosa deuda con el Fondo. Muchos expertos opinan que a final de cuentas el eterno deudor, una vez más, no podrá cumplir con sus obligaciones externas. Cabe suponer, sin mucho suspenso, que seguirá en consecuencia una crisis interna.
El control de precios que comenté antes es una muestra de una política económica que se enfoca en los síntomas de un problema, no en sus causas verdaderas. Los pesimistas aludidos lo saben. El FMI también.
El autor es profesor de Economía de EGADE Business School.
Artículo publicado originalmente en Reforma.