Corrupción, ineficiencia, ángeles

Artículo publicado en la sección “Glosas marginales” del periódico Reforma.

Como se sabe, Transparencia Internacional elabora y publica un Índice de Percepción de la Corrupción. El correspondiente a 2018 no cambió mucho el orden de los países con respecto a las jerarquías de años inmediatos anteriores. Los primeros lugares, los menos corruptos, fueron ocupados, como de costumbre, por Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Singapur, Suecia, Suiza, Noruega, Holanda, Canadá y Luxemburgo. So, what else is new? México se ubicó en el sitio 138... entre 180 naciones. No es precisamente un aspecto halagüeño. Somalia se situó en el último. 

La forma de corrupción más estudiada (y la más irritante) es la que se refiere al “uso del poder público en beneficio privado”. Por supuesto, no es la única. Por ejemplo, hace apenas unos días, la prensa diaria se ocupó de un caso escandaloso que involucra a dos de los llamados "Tres Grandes" de Detroit. GM acusó a FiatChrysler, con fundamento sólido, de haber sobornado a los dirigentes del sindicato (UAW) para mejorar su posición competitiva. Moraleja: "En todas partes se cuecen habas". En el Indice citado, Estados Unidos se encuentra en el lugar 22. 

En todo caso, es razonable postular que la corrupción y la ineficiencia económica van de la mano. ¿Por qué? Simplemente porque la corrupción implica una violación de “las reglas del juego”, lo que permite a los corruptos obtener ventajas artificiales en contra de sus competidores honestos. Así pues, los recursos se desvían de lo que sería su uso más productivo, esto es, el determinado por la verdadera competencia. El resultado es subóptimo. Ello, aparte de que la corrupción deteriora la confianza del público en las instituciones y eleva, por tanto, el riesgo de todo tipo de transacciones. Esto es simplemente otra manifestación de la importancia de establecer, y mantener, el Estado de Derecho. 

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Francamente, no recuerdo dónde leí (oí) un argumento muy provocativo, según el cual, los 30 países menos corruptos del listado de Transparencia internacional representan, en su totalidad, apenas 10 por ciento de la población mundial. Esto quiere decir, concluía el autor, que el desafortunado 90 por ciento restante vive (vivimos) en un entorno donde la corrupción es significativa y en donde, en consecuencia, prevalece la ineficiencia. No es casual, por tanto, encontrar estadísticamente una relación de sentido común: en términos generales, entre mayor es la corrupción, menor es el PIB per cápita. 

Alguna vez se pensó que la corrupción servía para “engrasar” las ruedas de un sistema económico entorpecido por el efecto negativo de normas onerosas y de burocracias excesivas. Eso fue allá por los 60 del siglo pasado. Actualmente, la opinión es muy distinta: tanto la teoría como la evidencia empírica ofrecen inequívocamente una conclusión: la corrupción es una enfermedad no sólo económica, sino también politica y social. 
 

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En todas partes se hacen esfuerzos por reducir la corrupción gubernamental, con menor o mayor éxito. A este respecto, es fácil detectar una paradoja frecuente: algunos de los críticos más vehementes del fenómeno son partidarios, también apasionados, de aumentar el tamaño del sector público. Al parecer, desconocen que agrandar el control de los recursos en manos del Estado (más gasto, más regulaciones), amplía sin remedio las oportunidades de corrupción. En otras palabras, ignoran la experiencia. Además, desatienden una lección elemental de economía: la actuación de las personas está determinada en buena medida por los incentivos que ofrece su entorno. "Yo resisto cualquier cosa, menos las tentaciones", decía Oscar Wilde. 

Conviene no propiciarlas. La respuesta optimista a lo anterior es conocida el problema se resuelve si “los buenos” llegan al gobierno, sustituyendo a “los malos”. No es imposible, pero los gobiernos de ángeles escasean en la historia humana.

Publicado originalmente en Reforma.

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