Hace una semana, se reunieron en Venecia los ministros de finanzas y los banqueros centrales del llamado G20. Se trata de un grupo de funcionarios gubernamentales representantes de 19 países y de la Unión Europea. El G20 incluye a las economías más desarrolladas del mundo, y a unas cinco de ingreso medio, entre las que se encuentran las de Brasil y de México. Como producto público del evento, se han dado a conocer algunos pronunciamientos que ya son lugares comunes, y otros que son de cierta relevancia.
Los miembros del grupo, por ejemplo, nos informaron que la perspectiva económica global ha mejorado, debido a la difusión de las vacunas contra el Covid-19 y a la continuación de los apoyos fiscales y monetarios. Hasta aquí llega lo positivo. Pero agregaron lo obvio: la recuperación en curso no ha sido homogénea entre países, y está expuesta a diversos riesgos. Ninguna de estas dos advertencias es sorprendente. Las circunstancias iniciales de cada país eran diferentes cuando surgió la pandemia, y las respuestas de política pública han sido variadas en magnitud y en efectividad. Además, han surgido mutaciones del virus. Por tanto, era de esperarse que los resultados fueran disímbolos y los peligros persistentes.
El grupo reafirmó su voluntad de usar todos los instrumentos de políticas públicas para sostener la recuperación --durante tanto tiempo como sea necesario-- y atender los efectos adversos de la pandemia, sobre todo en los segmentos de la población más afectados. Más aún: a la letra, el G20 dijo que continuará con sus esfuerzos para "conducir la economía global hacia un crecimiento fuerte, sostenido, balanceado e incluyente". Esta intención, muy loable, borda en lo irónico, con todo respeto.
Históricamente, la conducción gubernamental de la economía ha sido con demasiada frecuencia la causa de crisis muy graves. Sin ir muy lejos atrás en el tiempo, basta con recordar que la Gran Recesión Mundial de 2008-2009 se originó en la combinación de una política monetaria expansiva; una regulación tardía e ineficiente de los intermediarios financieros; y, una creación de "incentivos perversos", en la forma de garantías semioficiales a la concesión poco cuidadosa de crédito. En lo que toca a la Gran Depresión de los treinta, no creo aventurado decir que la mayoría de los estudiosos coinciden en atribuir su erupción y su prolongación a errores de política económica. Específicamente, el Fed falló lamentablemente en enfrentar su primera gran crisis. En cuanto a México, ¿será necesario recordar las raíces de los desastres del '76, del '82, del '88, del '94...?
Así pues, los antecedentes no avalan la confianza de los encargados de la política económica mundial en su capacidad para conducirnos al nirvana del "crecimiento fuerte, sostenido, balanceado e incluyente".
Desde luego, para financiar los programas de gasto que sostendrán el prometido futuro bonancible, los gobiernos "necesitan" más recursos. En consecuencia, han llegado al "acuerdo histórico", promovido por Estados Unidos, de establecer un impuesto global de 15% sobre las utilidades de las empresas multinacionales. A este respecto, Joseph Stiglitz ha reconocido recientemente lo obvio: "el diablo está en los detalles", lo que pone en duda la recaudación estimada del gravamen propuesto.
En lo que corresponde a México, ya sabemos que se ha dicho, en distintas ocasiones y por distintos autores, que el fisco precisa de más ingresos, pero que se obtendrán de una mayor eficacia recaudatoria.
Conviene notar que, a lo largo de los veinte años más recientes, el curso de los ingresos del sector público mexicano ha mostrado dos tendencias claras: 1.-un ascenso notable de 6 p.p. del PIB de 2000 a 2008; y, 2.-cierta estabilidad más adelante, alrededor del 23%. En el primer caso, no se detectó que el incremento haya generado una mejoría duradera en los indicadores de crecimiento, o de bienestar. La historia es la madre de la verdad (Cervantes). Vale respetar sus lecciones.
El autor es profesor de Economía en EGADE Business School.
Publicado orignalmente en Reforma.