Hace un par de semanas, Gabriel Boric, el nuevo presidente de Chile, presentó un proyecto de reforma tributaria recaudatoria que contiene todos los ingredientes típicos de un paquete "progresivo".
Como es muy frecuente en estos casos, la propuesta se apoyó en dos argumentos estándar:
1.- La recaudación actual, se dijo, representa un poco menos del 21% del PIB, mientras que la recaudación promedio en los países de la OECD supera el 33% (La referencia omite mencionar que la OECD es algo así como un club de gobiernos de economías desarrolladas de altos ingresos per-cápita, con una tercia de excepciones, Chile entre ellas).
2.- El cambio se justifica con la intención de financiar una colección de erogaciones destinadas a satisfacer diversos "derechos sociales": en educación, salud, vivienda, pensiones, etc.
Básicamente, en un nuevo régimen para la gran minería; en un aumento de la tasa marginal de imposición (hasta 43%) para los altos ingresos de las personas físicas; y, en un gravamen a la riqueza con tasa del 1% para los patrimonios entre 4.9 y 14.7 millones de dólares, y del 1.8% para patrimonios en exceso de esta última cifra. (Desde luego, las modificaciones planteadas abarcan mucho más que la lista mínima que destaco).
Con lo anterior, el gobierno espera elevar paulatinamente el cociente entre impuestos y PIB, hasta acumular 4.1 puntos porcentuales en cuatro años. Según las autoridades, la reforma afectará (directamente) sólo al 3% de la población.
En lo que sigue, presento algunos comentarios sobre la imposición a la riqueza, derivados de la lectura de diversos estudios, tanto teóricos como empíricos. (En particular, me pareció relevante The Role and Design of Net Wealth Taxes in the OECD, de abril 2018).
A pesar de la frecuencia (y vehemencia) de las propuestas de reforma que abogan por la aplicación de un impuesto sobre la riqueza como instrumento para reducir la desigualdad, lo cierto es que existe en muy pocos países. Por ejemplo, sólo en 5 de los 38 miembros de la OECD se aplica un gravamen de ese tipo, y recauda apenas (en promedio) algo así como 1.5% del PIB. A la mitad de los noventa del siglo pasado, el impuesto existía en 12 países. ¿Por qué la disminución?
Por varias y buenas razones, según se desprende de la literatura y de la experiencia. En resumen: los impuestos en cuestión recaudaban poco; implicaban altos costos administrativos; inducían la fuga de capitales y de inversionistas; y, perjudicaban el crecimiento económico.
El caso de Francia recibió en su momento mucha atención. El impuesto sobre la riqueza se derogó en 2017, precisamente aludiendo a los defectos mencionados en el párrafo previo. Específicamente, el presidente Emmanuel Macron declaró que se pretendía inducir a los inversionistas franceses a quedarse en el país, y estimular la inversión extranjera. En 2020, en medio de la crisis fiscal creada por la pandemia, Bruno Le Maire, el ministro de finanzas, opinó que reintroducir el gravamen sería "una mala idea".
Un apunte adicional. La tasa máxima propuesta por el presidente Boric (1.8% para un patrimonio neto en exceso de 15 millones de dólares) es bastante alta. Por ejemplo, en Estados Unidos, la senadora Elizabeth Warren propuso una tasa de 2% para patrimonios mayores de 50 millones.
Según Boric, la reforma que propone tiene como propósito, entre otros, lograr (sic) "una mejor distribución de la riqueza que todos generamos". Retórica política aparte, considerando lo apuntado antes, es difícil pensar que el instrumento seleccionado vaya a ser el adecuado. No sobra agregar que el de Boric será el cuarto gobierno de izquierda en Chile, en la época posterior a Pinochet.
Para terminar, resulta útil echarle una ojeada a la trayectoria de un índice de la pobreza extrema elaborado por el Banco Mundial, que abarca de 1987 a 2020. El descenso ha sido extraordinario, aunque haya repuntado durante la pandemia.
Vale notar que, durante el mismo periodo, la distribución del ingreso (medida por el índice de Gini), mejoró significativamente, aunque continúa siendo muy desigual, como en toda América Latina.
El autor es profesor de Economía de EGADE Business School.
Artículo publicado originalmente en Reforma.