"Arar en el mar" es una expresión antigua, que sugiere un trabajo infructuoso. En cierta medida, se aplica los esfuerzos de los (buenos) economistas -desde Adam Smith (1776) los actuales- en favor del libre comercio internacional en contra del "mercantilismo": una doctrina errónea, según la cual, la grandeza económica nacional consiste en tener un superávit comercial con el exterior. De ahí se sigue (?) que exportar es "bueno" e importar es "malo": de esto último, que proteger a la industria nacional es necesario. La prueba patente de su vigencia son los aranceles de Donald Trump...y algunas propuestas locales.
La semana pasada, el presidente Trump elevó el nivel de la confusión en materia de política comercial. Fue un evento desafortunado, porque la incertidumbre es enemiga de la inversión y, por tanto, del crecimiento económico.
En lo que toca México, según entiendo lo anunciado implica una violación de "las reglas del juego" establecidas en el T-MEC. Provocará, cuando menos, controversias legales que significarán perjuicios para el comercio exterior. En cuanto al flujo de Inversión Extranjera Directa, es obvio que los ambiciosos planes (nearshoring), expresados hace no mucho tiempo, quedarán "en el limbo" por tiempo indefinido.
En un principio, quise comentar aquí algunos detalles técnicos de lo planteado por la administración Trump sobre los aranceles a la importación de vehículos y sus partes. Pero no es posible: los términos del asunto cambian casi todos los días.
El argumento de Trump se basa en el hecho de que los productos en cuestión no están hechos 100% en Estados Unidos. Esta es una concepción absurda, típicamente mercantilista, que ignora la ventaja en eficiencia y en bienestar que se deriva de la especializacion internacional.
El concepto de "origen de las partes de un producto" está en el centro de la política comercial de Trump. Por ejemplo, está claro que los vehículos chinos que importa México no cumplen con los requisitos de contenido regional que establece el TMEC. Por tanto, en apego a los términos del acuerdo, no deberían exportarse a Estados Unidos.
Además, es relevante la queja persistente que consiste en que los chinos incurren en "prácticas desleales de comercio" (Unfair Trade Practices, en inglés, UTP). Bajo ese nombre caen sus dos formas más comunes: el dumping y los subsidios. El primero consiste en vender en el exterior un producto a un precio menor que el vigente en el mercado de origen (un caso de discriminación de precios). El segundo es un apoyo gubernamental anormal, cuyo propósito es favorecer la exportación. Los dos instrumentos distorsionan "las reglas del juego" en el comercio internacional y son causa de ineficiencias.
Tales violaciones pueden denunciarse ante la Organización Mundial del Comercio (WTO), buscando medidas remediales. Sin embargo, en la práctica, el grueso de las peticiones de protección (antidumping) en Estados Unidos se presentan al Departamento de Comercio la Comisión de Comercio Internacional -que por lo común deciden a favor-. El proceso formal es largo y costoso. Al parecer, Trump está convencido de que ese mecanismo no es efectivo Por ello, recurreal la irreflexiva imposición expedita de aranceles, basado (dudosamente) en un par de decretos que facultan ese tipo de acciones frente emergencias que ponen en riesgo la seguridad nacional.
En México, de cara a las importaciones chinas -que algunos califican de alarmantes- se ha sugerido la imposición de aranceles más gravosos. De hecho, el gobierno mexicano ya ha advertido (7 de marzo) su intención de hacer tal cosa. Esta actitud, que responde sin duda a la presión estadounidense, se expone de inmediato a un cuestionamiento. Los aranceles de Trump causarán un eventual aumento de precios que perjudicará al consumidor estadounidense. En forma similar, un incremento de aranceles mexicanos a los productos chinos provocará un alza de los precios que afectará al comprador mexicano (ej., de automóviles).
Toda la discusión en boga olvida una sabia advertencia de A. Smith: el propósito último de la producción y del intercambio es el consumo. Y el mejor juez de lo que le conviene a un consumidor es él mismo, no el gobierno.
El autor es profesor de Economía de EGADE Business School.
Artículo publicado originalmente en Reforma.