Joseph Stiglitz es un famoso economista estadounidense, que ganó el Premio Nobel en 2001 otorgado ese año también a George Akerlof y a Michael Spence, por las contribuciones de todos ellos, por separado, a la teoría de los mercados con "información asimétrica"—. Lo entrecomillado quiere decir algo de sentido común: frecuentemente, en las transacciones de bienes y de servidos, una de las partes sabe más que la otra. Pero esa es otra historia.
Stiglitz publicó hace poco un libro con un titulo provocativo: People, Power and Profits, y le añadió un subtitulo de igual tono: Progressive Capitalism for an Age of Discontent. La cubierta está dominada por una ilustración donde un puño emerge de un cúmulo de monedas. (El mensaje está en la portada). En mayo 3, Project Syndicate publicó un ensayito del mismo autor y con los mismos temas, pero con un encabezado más modesto: The Economy We Need. En mayo 6, The New York Times acogió en sus prestigiadas páginas una variación de lo ya mencionado, pero con un nombre más periodístico: “Progressive Capitalism is not an Oxymoron”. Vale cuestionar las ideas de Stiglitz, pero no su capacidad como publicista.
Lo que sigue no intenta ser una reseña. Es apenas una reacción "de bote pronto".
El libro y los artículos citados, de una prosa indignada, constituyen en realidad una agenda política para el Partido Demócrata. Stiglitz es un crítico permanente —y a menudo feroz— de muchos aspectos de la economía de mercado y, ciertamente, de figuras políticas como R. Reagan, M. Thatcher y D. Trump. ¿Qué dice?
Básicamente, que el capitalismo de las cuatro décadas más recientes presenta varios defectos graves, entre los que destacan la creciente desigualdad en la distribución del ingreso; el estancamiento del ingreso de la mayoría de la población (en EUA); la reducida movilidad social; y, el lento crecimiento del PIB real.
En verdad, ninguno de esos temas es nuevo, y el análisis de Stiglitz al respecto no es, ni por asomo, el más riguroso o el más objetivo de los que se encuentran en la literatura. Por ejemplo, atribuir a la desregulación financiera la Gran Recesión Mundial de 2008-2009, no es una conclusión seria, es un simplismo populachero. No hay duda, por ejemplo, que una política monetaria errónea, y el activismo gubernamental (equivocado) en el mercado financiero inmobiliario, jugaron un papel clave en la gestación y en la prolongación de la debacle.
Los mercados, declara Stiglitz, "de por sí, a menudo no son eficientes, justos, estables o... racionales". ¿Cuál es la novedad? Esta noción es tan vieja como la propia ciencia económica. Los economistas han propuesto durante mucho tiempo, y con mayor o menor influencia en la práctica, una serie de medidas para aminorar o corregir "las fallas del mercado". El problema consiste en que, con más frecuencia de la imaginada por los bienintencionados proponentes, los remedios resultan peor que la enfermedad. ¿Por qué? Porque el ente encargado de las correcciones es por lo común el Gobierno, una institución que sufre, sin remedio, de innumerables fallas. Girando el fraseo de Stiglitz, podemos decir, con absoluta certeza, que los gobiernos, "de por sí, con harta frecuencia, no son eficientes, estables o.. racionales".
En todo caso, a pesar de que Stiglitz cree que los males que denuncia necesitan de “cambios dramáticos” en el sistema político y económico, sabe que no existe de veras una alternativa al capitalismo. ¿Qué plantea, entonces? Para decirlo en breve: una mayor participación del Estado en todos los órdenes de la vida social. Su agenda no es otra cosa que un refrito de políticas de izquierda, todas gastadas por la experiencia: más gasto público; un Estado benefactor más amplio y fuerte; y, mayor regulación de las actividades del sector privado. Nada original. Nada Nobel.
Publicado originalmente en Reforma.