La vida de las cosas

De todos los residuos generados en México, no más del 10 por ciento alcanza a llegar a un proceso de reciclaje

Entre todas las cosas que se predicen sobre el futuro de nuestras sociedades, hay una que sé que es lapidariamente cierta: todas las cosas que poseemos serán basura.

La computadora portátil en la que escribo este texto, la mesa en donde se encuentra dicha computadora, la silla en la que estoy sentado, la ropa que llevo puesta y la que se encuentra en el armario. También las cosas nuevas que están en los anaqueles de las tiendas, lo que ahora mismo está saliendo reluciente de las líneas de producción. Todo será basura.

Según datos oficiales, cada mexicano genera casi un kilo de basura al día. Con relación a los aparatos electrónicos, en nuestro país cada persona desecha anualmente, en promedio, entre siete y ocho kilogramos de estos artefactos. Son muchos teléfonos, pantallas y computadoras, entre otras cosas, que eliminamos de nuestra vida diaria, pero que no desaparecen como por arte de magia, simplemente van a parar a otro lugar.

De todos los residuos generados en México, no más del 10 por ciento alcanza a llegar a un proceso de reciclaje. Esto no es una cuestión exclusivamente mexicana. La OCDE calcula que, a nivel global, solo el 9 por ciento de los plásticos se recicla. De hecho, tanto plástico hay en el mundo que ya lo tenemos dentro de nuestro cuerpo, en nuestras venas, en nuestros pulmones e intestinos.

¿Qué podemos hacer para mitigar este problema tan serio? Podríamos empezar todos por consumir menos. Probablemente seríamos un poco más felices, pero correríamos el riesgo de impactar negativamente en los niveles de empleo, y en el crecimiento y desarrollo económicos.

Hay algo que juntos, empresa, consumidores y gobierno, podemos hacer pronto y a un costo relativamente bajo: volver al pasado. Diseñemos una ruta para regresar a la época en que las cosas se reparaban cuando se descomponían. Aún con el riesgo de parecer de esos ancianos que rememoran constantemente su vida pasada, permítanme recordar una infancia en la que el sartén que se rompía se reparaba. El televisor y el tocadiscos, de una tecnología que ya no existe, visitaban el taller de reparaciones de vez en cuando. Conozco personalmente un ventilador de pedestal, de marca neerlandesa, que funciona muy bien a sus 60 años, gracias a que todavía hay piezas de repuesto.

Esta es precisamente la clave. Tenemos ante nosotros la oportunidad de hacer con el gran mercado de consumo lo que a nivel micro hacían nuestros abuelos con sus artefactos: reparar, reconstruir y reusar. Y cuando ya no podía más, vender a alguien más, que desarmará todo para revender las partes.

El proceso ya está en marcha en algunas industrias, en algunos lugares. Por ejemplo, compañías de la industria de la moda que promueven, incluso que participan activamente, en los mercados de ropa de segunda mano. Prendas en buenas condiciones que merecen ser usadas por otras personas.

Éste es un modelo de negocio que incorpora en la cadena de valor nuevas fases y nuevos actores, que se encargan de recuperar, clasificar, reparar, reconstruir y poner en circulación en el mercado productos en perfectas condiciones que volverán a ser amados.

No es nada nuevo; no se está inventando el agua tibia. Industrias como la automovilística lo ha hecho desde sus orígenes, reparando sus productos, y comprando y revendiendo vehículos usados. La cuestión es ampliar la práctica a otros giros industriales. Desde esta perspectiva de negocio, las empresas de manufactura diseñan sus productos pensando en que podrán ser reparados, fabricando también las partes de repuesto. Pero, sobre todo, propiciando que el hecho de reparar sea considerablemente más barato que comprar nuevo.

Si las personas que consumen encuentran que es más barato reparar que comprar algo nuevo, probablemente algunas se inclinarán por la primera opción. Sería importante que además fuese muy conveniente reparar los productos, favoreciendo la multiplicación de la oferta de reparadores. Si los talleres de compostura de objetos proliferaran, sería cómodo llevar a reparar hasta las chanclas que se nos han roto.

Seguirá habiendo personas que comprarán los productos nuevos (no olvidemos el poder que tiene el aroma a nuevo), pero abrazar de lleno una economía circular es bueno. Es bueno para la empresa y el negocio, es positivo porque favorece la creación y la conservación de empleos, y es bueno moralmente -por si a alguien le interesa la ética de los negocios- porque contribuye a reducir el daño al medio ambiente.

No neguemos la lógica del capital, que busca el crecimiento y la expansión. Lo que proponemos es modificar la fórmula del negocio que nos procura los objetos que usamos, y de las máquinas que fabrican dichos objetos. Alarguemos la vida de las cosas.

El autor es profesor e investigador en la Escuela de Negocios y en EGADE Business School del Tecnológico de Monterrey. 

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